lunes, febrero 28, 2005

Hay cierta clase de féminas...

Dios dijo a Adán
"Con el sudor de tu rostro comerás el pan
hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado;
pues polvo eres, y al polvo volverás"
(Génesis 3:19).

De la especie humana es, y ha sido, el género femenino el que más misterios ha tejido a su alrededor, el que más controversias, disputas y sentimientos encontrados ha producido, tanto en el género opuesto como en sí mismo.
Desde tiempos inmemoriales que nos transportan a la antigua Grecia con el mito aquel de Pandora quien es responsable de todos los males de la humanidad, o al mito cristiano fundacionista de Adán y Eva, donde Eva, como es bien sabido por todos, al desobedecer el mandato de un bondadoso padre atrajo sobre sí, sobre el ingenuo Adán y sobre las futuras generaciones aquella terrible sentencia de “ganarás el pan con el sudor de tu frente y parirás los hijos con dolor”, de la cual aún nos beneficiamos y que al parecer seguirá per secula seculorum, amén.

Además podría pensarse en diversas categorías y en los más variados criterios de clasificación para este controvertido género; para ello bastaría con reunir a no menos de tres hombres adultos y sugerir muy sutilmente el tema, aludir como de soslayo a la palabra conjuro que soltará vivamente las lenguas de estas pobres víctimas masculinas: la mujer, las mujeres, las féminas, las hembras, las damas, las señoras, las novias, las amantes, las queridas… o cualquier combinación posible entre las anteriores.

Pero es de una clase en particular de este género, de la que quiero hablar; de cierto grupo de féminas con unas características que podríamos llamar notables con las que muchos nos hemos encontrado por estos avatares del destino.

De mi experiencia personal y para caracterizar a dicho grupo citaré tres casos cercanos a manera de ejemplo: mi madre (sólo hay una y tenía que tocarme a mí), la madre de una muy querida amiga y la esposa, perdón, ex - esposa de un amigo.

Pertenecen las anteriormente citadas damas, a un respetable grupo de mujeres salidas de un muy buen hogar, criadas y educadas de acuerdo con la moral y las buenas costumbres; que observan cuidadosamente todas las normas y reglas de la fe católica. No obstante están, estas pobres mujeres, marcadas por un terrible sino trágico, la vida se empeñó en hacerlas infelices, el mundo entero conspira en su contra, no hay una explicación lógica para tanta injusticia junta en contra de tan débiles e indefensas criaturas.

Debo confesar que yo mismo he sido partícipe desde muy tierna edad, de estos deleznables actos; cuando contaba con la edad de poco más o menos siete años, me preguntó un día mí madre que qué haría yo si ella llegase a morir, a lo cual con la mayor crueldad y sin reparo alguno, le respondí que iría a la funeraria y compraría un ataúd para enterrarla. ¡Qué crueldad! Qué falta de sentido común tan grave de mi parte; mi madre en toda su vida pudo recuperarse a semejante respuesta, tan cargada de agresividad y falta de tacto, impensable en un niño de esa edad.

Lastimosamente no sólo yo hice un infierno de la vida de mi madre, también sus vecinos, amigos y parientes, personas insensatas y conflictivas que además en todas las épocas y momentos se aliaron en su contra, diciendo de ella que tenía un carácter difícil; ¡difícil! Ella, mi madre, que no hizo más que sacrificarse casi hasta la autoflagelación por los demás, seres egoístas que no consentían en hacer lo que ella a bien tenía.

Ni que hablar de la ex–esposa de mi amigo; ella, pobrecita, victimizada por un hombre perverso (mi amigo), que diciendo que la amaba, tuvo la osadía y el descaro de desearla sexualmente; habrase visto jamás tal despropósito; además, mi amigo (qué vergüenza), insistía en querer pasar tiempo con ella, en ir del trabajo a su casa, en complacerla…inconcebible pensar que pueda existir un ser tan pervertido y lascivo como mi amigo; creo que no hablaré más con él.

Por último está la madre de otra amiga, caso dramático el de doña R, quien durante toda su vida fue víctima, no sólo de su esposo, sino también de sus hijas (no de sus hijos, esos santos varones, impecables e inmaculados). Pero sus hijas, terribles arpías, incomprensivas y despiadadas que no han querido prestar atención a los múltiples quebrantos de salud que padece doña R, graves enfermedades como el cáncer de piel, de cólon, de garganta, de mamas y de estómago, el tumor que comenzó a formarse en su cerebro, el lumbago en la espalda, el mal de Parkinson y los primeros síntomas de Alzheimer, entre otras de igual o peor gravedad. Malas hijas que no nunca quisieron comprender por qué ella, doña R, se desvivía por sus hijos varones, esos pobres muchachos a quienes les dio todo y más y en lugar de apoyarla, la censuraron, de ahí que se haya visto obligada a emplear un poco, sólo un poco de mano dura con ellas para disciplinarlas y enseñarles a ser solidarias con ella, una madre abnegada que lo que hace es reconocer el verdadero valor del género masculino. También dejaré de hablarle a esta amiga.

Estos son solo pingües ejemplos de cómo el mundo, la vida se ensaña con tan ejemplares mujeres y no cito más para no añadir más horror y tristeza a la que ya he causado.

De Soledad

Quisiera llamarme Soledad,
si tú me lo permites.
Ser tu amiga fiel,
tu amante silenciosa,
la única que te abrace,
o que te llame en las noches
sólo para preguntar
cómo estuvo tu día.

Quisiera llamarme Soledad,
ser tu compañía, tenue,
suave, imperceptible;
tomarte de a poco,
cada vez un poco más
hasta que un día
me convierta en tu sol,
en la cálida luz del día,
en tu alegría y entonces
querré dejar de llamarme Soledad
para que me llames tu amor.