domingo, mayo 03, 2009

No quiero



No quiero
no puedo
no me da la gana
de ser tolerante
comprensiva
amigable

Aún me duele
y no sé si es el orgullo
o es algo más
pero me duele...mucho

No quiero
que estés lejos
tenerte cerca es doloroso
me molestan tus fantasmas
mis fantasmas
el orgullo
el ego

No quiero
no puedo
no se me antoja

En borrador

Es domingo, desperté hace como dos horas y aprovechando esta inusitada soledad, en la que no tengo que hablar con nadie o preocuparme porque Aleja despierte y la vida normal me obligue a vivirla, decidí continuar con la lectura de la recién publicada novela de mi amigo Juan Diego…miles de imágenes y recuerdos vienen a mí mientras la leo. De pronto, de golpe, se me viene el dolor encima como cuando un aguacero se desata sin previo aviso y entonces grito…de verdad necesitaba hacerlo, grito desde lo hondo de mis entrañas, con el estómago, con el alma. Es algo que me ocurre a menudo cuando leo, que las palabras y evocaciones tocan tan profundamente en mi ser que duele la propia existencia.

-Ustedes los humanos - Frase típica de Juan Diego que suena ahora dentro de mi cabeza.

Y entonces comienzo a dar vueltas a los recuerdos y a lo que siento. Hace tanto que llevo este dolor dentro que ya casi ni lo reconozco, se volvió cotidiano, normal. Los más de los días consigo fingir que no está allí; a los ojos de los demás soy una mujer de risa fácil y puedo asegurar que muchos piensan que soy feliz… ja! “Feliz”, la verdad es que uno no ve más allá en las personas con las que se cruza a diario y la verdad es, también, que no está bien andar por ahí mostrando el ser taciturno y gris que en verdad se esconde dentro de uno. No. O por lo menos si no se quiere que todos salgan espantados ante la propia presencia.

Sin embargo, a veces sucede que un perfecto desconocido puede ver dentro de los ojos de uno lo que ni el mejor de los amigos ha podido. Hace un par de años hablé por breves instantes con un enigmático hombre. Eran las vacaciones de junio y había decidido comprar una hamaca para poner en mi sala, así que fui a comprarla a aquel lugar del centro, en la calle Junín que tanto me gusta. Mirando entre los negocios de artesanías, encontré uno donde había artículos de la Guajira, sombreros, sandalias, chinchorros y por supuesto hamacas de todos los colores y texturas. Me acerqué y saludé, pregunté por los precios y calidades de las dichosas hamacas; el hombre, llamado Rosendo, como supe al preguntarle, me contó que era de la Guajira y que viajaba frecuentemente entre su tierra y la mía trayendo estos productos artesanales de su región. Su rostro era de rasgos bruscos, pero no lucía como un mero negociante o como un hombre ignorante; en su mirada y en sus palabras se dejaba entrever la sabiduría de sus ancestros y ese conocimiento de la vida que a muchos se nos escapa y que ellos, los indígenas, reciben como un legado de encuentro y armonía con la Tierra y el universo. Finalmente, tras cruzar algunas preguntas superficiales y de simple curiosidad, me decidí por una de colores vivos, rojos y anaranjados que evocaban tardes cálidas en una tierra lejana y desértica. Una vez concluida la compra, Rosendo me dijo algo que me sorprendió profundamente:

- Su mirada - me dijo - esconde un gran dolor, hay mucha tristeza en sus ojos.

Yo no supe qué decir o qué responder, sólo le devolví el asomo de una débil sonrisa que no podía ocultar ya nada más, le agradecí por la venta, di media vuelta y salí un poco turbada, pues fue como si de repente, alguien cualquiera, un desconocido, me hubiera visto desnuda.